Un escritor manotea su máquina. El tren se asoma en el horizonte y una mujer lo persigue. Él, imperturbable, permanece quieto, sentado en su asiento, hasta que la ve. Ella corre y corre tras los coches, desesperada por llegar hasta su amor, su amante o su esposo ¿vaya a saber quién? Así comienza la película de Juan José Campanella, El secreto de sus ojos -que deslumbró en San Sebastián 2010 y, además, el 8 de marzo del mismo año se llevó, de Hollywood, nada menos que el Oscar como mejor película extranjera-: en los dedos de Ricardo Darín, un escritor en busca del mejor inicio para la historia que quiere contar. ¿Acaso hay otro escenario mejor que éste para arrancar la película?
Cinematográfico
Pocas máquinas, probablemente ninguna, sea tan ferozmente cinematográfica como el tren. Sin distinción de género, formato o época. El caballo de hierro, que fascinaba a John Ford, y que supuso uno de los primeros intentos de los Lumière por demostrar el potencial del entonces balbuceante séptimo arte, sigue siendo un escenario impecable para los amantes del cine, a uno y otro lado de la cámara. Quizás lo veamos menos, pero aún no se fue a ninguna parte.
El tren resume magia. Puede ser claustrofóbico pero también liberador; estrecho o inacabable; intenso o liviano; breve o eterno. Quizás algunos pensaron que con la muerte del tren de vapor, la criatura misteriosa -lo más parecido a un dragón que haya generado la mano del hombre- que respiraba con pesadez y cuya alambicada nariz parecía proceder de las mismas entrañas de la Tierra, el cine se olvidaría de él.
La afrenta del traqueteo
Al fin y al cabo, los trenes sin memoria, esos que ya no necesitan miles de bielas en atronadoras sinfonías para ponerse en marcha, mas bien parecen aburridos. Tal vez ataúdes de metal que circulan a toda velocidad y que lucen como aviones sobre raíles y para los cuales el traqueteo es casi una afrenta; a lo mejor un insulto inconcebible. Lo cierto es que el séptimo arte ya no usa los trenes como solía hacerlo. Pero, no es menos cierto, que ni siquiera el progreso pudo enterrar su legado.
Hubo un tiempo en que el tren no era sólo una lombriz de hierro fundido, que perturbaba la paz de las llanuras. En ese tiempo, el tren fue un mito, un monstruo, un galán o un villano. Una sombra inquietante que podía competir con cualquier otra amenaza. Incluso acostumbraba a ser tan protagonista como los propios actores. En esa época, las películas respiraban vapor y eran sólidas, rocosas. Tanto como sus estrellas, tipos con rostros graníticos y almas de piedra. De ese universo de leyenda emerge el gigantesco trío de clásicos formado por El emperador del norte (1973), Grupo Salvaje (1969) y Los profesionales (1966), de Robert Aldrich, Sam Peckinpah y Richard Brooks, respectivamente. Clásicos que proyectan el sabor de una época donde los trenes eran refugio -en ocasiones tumba de infinidad de hombres duros, con mucho que ganar y nada que perder.
Filmes kilométricos como Lawrence de Arabia (1962), Doctor Zhivago (1965) o El puente sobre el río Kwai (1957) eran una mirada fascinante al tren. Peter O'Toole desde el techo de un vagón contemplaba, entre dunas y un sol de justicia, su particular concepto de la revolución; O'Toole clavaba a Lawrence de Arabia y los planos del ferrocarril avanzando en el desierto. Otro clásico, Omar Sharif, echaba un vistazo al mundo en perfecta reconstrucción desde su ventana; hasta David Niven se obsesionaba con un puente cuya construcción chocaba con sus propios intereses. Curiosamente, las tres películas fueron creaciones de David Lean, quien hasta en su versión más intimista echó mano a su adorado tren de Breve encuentro (1945), donde los amantes utilizaban la estación como territorio donde comportarse como desconocidos sin pasado. Eran años donde las pantallas de cine se medían por metros cuadrados y no por pulgadas, y la épica no se sustituía con efectos especiales.
La gran persecución
Más tarde, William Friedkin utilizó a Fernando Rey, Gene Hackman y a un tren para montarse una de las mejores persecuciones de la historia del cine en Contacto en Francia (1971), ayudando, seguramente sin saberlo, a dar un salto evolutivo. Ver a Popeye -personaje de Hackman- utilizar el vagón como un trampolín fue -quizás- la inspiración que empujó luego a realizadores como Brian de Palma, Robert Zemeckis, Michael Mann, Sam Raimi o Paul Greengrass, cuyos personajes se persiguieron, dispararon, escondieron y asesinaron en trenes de medio mundo.
El ferrocarril también también inspira a los novelistas
Hay quienes aducen que la vida es una costumbre de ilusiones fracasadas. Incluso hay noticias que sólo cobran su verdadero valor en la infancia. Que los bellos amores no siempre acaban bien, supone un descubrimiento decisivo en la pérdida de la inocencia. Incluso antes de vivir en persona un gran amor brota la hierba de la desconfianza.
Hay quienes dicen que la literatura nos pone en el lugar del otro. Nos hace vivir en carne propia las pasiones imaginarias de los demás. También aprendemos que la literatura es un ajuste de cuentas, un modo de situarse ante la costumbre de las ilusiones fracasadas. Quizás por eso el primer desengaño amoroso llegaba en un texto del último año del primario o en uno de los dos primeros años del secundario. Pero claro está, se trataba de un caballero, que después de intentar olvidar, entre lujos y modas parisinas, difíciles experiencias sentimentales, coincide en el coche de un tren con una joven muy hermosa; alta, rubia y delgada.
El tren provoca en pocos metros cuadrados las mismas coincidencias perturbadoras que las ciudades del mundo infinito.
Los viajeros hablan, cuentan sus vidas y surge el amor. Pero la cercanía de los extraños siempre oculta un secreto. Al bajarse en su estación, la mujer envuelve su consentimiento con una cita insólita. Jura que si está en su mano volverán a verse al cabo de un año en el mismo andén de la despedida. El paso del tiempo, marcado segundo a segundo por el corazón del enamorado, sólo sirve para deshacer el trágico misterio. A la cita no acude ella, sino una carta mensajera de la fatalidad. Enferma de tuberculosis, la mujer se había atrevido a darse el plazo de un año para superar la enfermedad y vivir su nuevo amor. La derrota cruel de las ilusiones obliga a escribir una despedida trágica: ¡El triste vive y el dichoso muere! en El tren expreso de Ramón de Campoamor.u ENCICLOPEDIA.- El catálogo del cine ferroviario es inmenso. Más que catálogo se podría decir que es una enciclopedia de varios fascículos. De hecho, el cinematógrafo nace y prospera en la época de apogeo del tren, según queda de manifiesto en filmes como "La llegada del tren" (1895), de Auguste y Louis Lumière, y "El gran robo del tren" (1903), de Edwin S. Porter. Todo un antecedente.
LISTADO.- Parece imposible abarcar en pocas líneas el enorme número de películas que tienen a los trenes como ingrediente esencial. Cualquier listado resulta incompleto: "El tren" (1964), de John Frankenheimer; "El tren de las 3:10 a Yuma" (1957), de Delmer Daves; "Trenes rigurosamente vigilados" (1966), de Jirí Menzel; "Escape en Tren (Andrej Konchalovsky); "El último tren a Auschwitz" (2006/Joseph Vilsmaier); "El tren del horror" (Dong-Bin-Kim/2005); "El último tren" (John Sturges/1959); "El tren del terror" (Roger Spootiswoode/1980), entre otras.
OTROS TITULOS.- Ultimo tren a Katanga (Jack Cardiff/1968); la célebre Extraños en un tren (Alfred Kitchcock/1951), y la no menos recordada Asesinato en el Expreso de Oriente (Sidney Lumet/1974), donde la trama urdida por Agatha Christie era desarrollada en la pantalla por un elenco multiestelar encerrado en el lujoso tren